Era una noche cualquiera.
Las estrellas brillaban en el firmamento.
La Luna era mora, el viento era cálido, penetrante.
Los árboles mecían sus hojas en silencio.
La calma era natural.
Entonces, vi unos ojos que me oteaban en la
distancia.
Yo estaba soñando, elucubrando una ilusión
que por unos instantes me alejara del engaño
de la vida.
Estos ojos me perseguían con acoso.
Cada vez que me metía más en el sueño,
estaban en lo alto, como dirigiendo mis
pasos.
Lograron acorralarme y entonces me hablaron:
Los ojos que aquí ves
son los ojos que todo lo ven,
sienten, padecen, pero nunca perecen.
No pude ocultar mi incredulidad y seguí
soñando,
apartando de mi pensamiento aquellos ojos.
Logré imaginar otro sueño en el que la Luna
volvía a ser mora, el viento suave, y las estrellas dominando el firmamento. Andaba
por el desierto, dando tumbos por la arena, revolcándome, levantándome y
volviéndome a caer.
Entonces, en lo alto, más allá de la Luna estaban
espiándome esos ojos.
Me puse en pie. Corrí hacia una duna y me
oculté.
Cerré los ojos. Cuando los abrí,
ví los ojos delante de mí,
como interrogándome.
Fue en ese momento cuando volvieron a
hablarme:
No puedes ocultarte
a los ojos del espíritu,
están en tí
como en cada uno de los hombres.
No puedes hacer nada
por evitarlos
una vez que los ves,
y aunque no los veas
estarán ahí,
en cada paso que des.
Una vez oído esto, sonó el despertador
y me desperté sudoroso y lleno de dudas.
Cuando abrí los ojos sólo pude ver
dichos ojos y nada más,
y me volvieron a hablar:
Los ojos que has visto en tu sueño
no son más que tu espíritu,
al cual tienes que llegar
para convertirte en una eternidad.
Soñé una vez que soñaba cuando
estaba soñando.
Salinas, Asturias, verano de
1996
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